II Domingo de Cuaresma; “Este es mi Hijo amado: ¡Escúchenlo!”; inicia la Semana de la Familia.
+ Gustavo Rodríguez Vega, Arzobispo de Yucatán
Muy queridos hermanos, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor en este segundo domingo del tiempo de Cuaresma.
Hoy comenzamos en Yucatán la Semana de la Familia, durante la cual se nos propondrán algunos temas de reflexión en torno a esta sagrada institución creada por Dios. Los hombres de todos los tiempos han considerado a la familia como “la célula de la sociedad”.
Nosotros, por la revelación divina, consideramos a la familia como voluntad de Dios, quien dijo: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2, 18). Esto habla, en primer lugar, de la relación matrimonial; pero en general se refiere a la necesidad que tiene el ser humano de convivir con otros humanos, definiendo así la naturaleza social del hombre y la mujer. Luego el Creador le dijo al hombre y a la mujer: “Sean fecundos y multiplíquense, y llenen la tierra” (Gn 1, 28); lo cual deja en claro que engendrar hijos es un mandato para el hombre y la mujer que se han unido.
Dios, en su eterna unidad trinitaria, habiéndonos creado a su imagen y semejanza, es la razón fundamental para que los esposos perseveren en la unidad, fieles a la vocación que Dios les dio, dando así el mejor testimonio a sus hijos, especialmente a los que sean llamados a la vida matrimonial. El pensamiento actual que muchos proponen es la afirmación de que el objetivo principal en esta vida es alcanzar la propia felicidad. Quien tenga este tipo de ideas, contrario a la imagen de Dios en el ser humano y a la enseñanza de la Iglesia, fácilmente romperá un matrimonio y la unidad de su familia. El pensamiento egoísta siempre daña a los demás.
Desde que el Hijo de Dios vino a este mundo eligiendo una familia humana, conviviendo con ésta durante treinta años, consagró la vida familiar, dejándonos con su testimonio una gran enseñanza sobre el amor que hemos de tener a nuestros familiares de sangre. Atentar contra la familia es atentar contra la humanidad.
Jesús convivió como en familia, con los doce apóstoles, compartiendo especialmente con tres de ellos algunas experiencias singulares, para fortalecer las tres principales columnas del edificio de la Iglesia. A Pedro, Santiago y Juan, quiso darles la experiencia del Monte Tabor, en el cual se transfiguró delante de ellos mostrándoles su gloria, manifestando, además, con la aparición de Moisés y Elías, que tanto la ley como los profetas estaban de acuerdo con lo que Jesús acababa de anunciarles: que él tenía que padecer, morir y luego resucitar. Jesús les pidió que no contaran a nadie aquella experiencia sino hasta que él resucitara de entre los muertos. Esto fue algo que no entendieron, pero guardaron el secreto.
Quiso que lo vieran transfigurado, para que estuvieran preparados al verlo luego desfigurado en la cruz. Fue como curarlos en salud. Todo fue impactante, lo que vieron, cómo lo vieron y con quienes lo vieron; pero también fue impresionante la voz que oyeron, que no era otra, sino la voz del Padre que les dijo: “Este es mi Hijo amado; escúchenlo” (Mc 9, 7).
Si en el primer domingo de Cuaresma, el evangelio nos invitó al arrepentimiento, a luchar y vencer la tentación, el evangelio de hoy nos pide contemplar a Jesús como lo que es, “Dios verdadero de Dios verdadero”, el Hijo de Dios señalado por el Padre. Verlo y escucharlo.
La Cuaresma es un tiempo para acercarnos a Jesús por la oración y por la lectura orante de Sagrada Escritura. Con esta Palabra escuchada y leída en la Iglesia, junto con la Iglesia misma, podremos conocer más y más a Jesús; esto es, la Palabra interpretada como la Iglesia siempre lo ha hecho. Leamos y compartamos la Sagrada Escritura en comunión eclesial, no como se lee cualquier libro para erudición personal.
No deja de ser impresionante el relato de nuestro padre Abraham, a quien Dios le pidió sacrificarle a su hijo Isaac. Los pueblos que rodeaban a Abraham tenían la costumbre de sacrificar al primogénito a sus divinidades. Por eso al Padre de la Fe no le pareció tan extraño que el Señor le solicitara semejante sacrificio; sin embargo, por todo lo que rodeó el nacimiento de Isaac, esta prueba le resultaba muy dolorosa, aunque no por eso dejó de obedecer. ¡Qué enseñanza tan grande para todos los padres de familia, que han de estar siempre conscientes de que sus hijos no les pertenecen, pues todos, padres e hijos, somos propiedad de nuestro Dios!
Isaac, siendo inocente y cargando con la leña para el sacrificio, era una figura clara que anunciaba a Jesús con la cruz a cuestas. Cuando él le preguntó a su padre dónde estaba el cordero para la ofrenda, Abraham le contestó: “Dios proveerá el cordero para el sacrificio” (Gn 22, 8), y en verdad lo proveyó enviando a Jesús, “el Cordero de Dios”. El ángel del Señor mandó a Abraham detenerse en el último momento; en cambio, el sacrificio de Cristo no se detuvo, sino que llegó hasta el final. ¿Seremos capaces de sobrellevar nuestras pruebas, enfermedades y ofrendas hasta el final?
Con tan enorme sacrificio del Hijo, no debe cabernos duda de cuánto Dios nos ama, y hasta dónde llegará su misericordia para con nosotros. Esto nos lo describe muy bien san Pablo en la segunda lectura, tomada de su Carta a los Romanos, cuando se pregunta si acaso nos va a condenar “Jesucristo, que murió, resucitó y está a la derecha del Padre para interceder por nosotros” (Rm 8, 34). El Padre nos espera con los brazos abierto; sólo se condena quien no quiera entregarse a sus brazos amorosos.
En este tiempo de Cuaresma recuerden los padres de familia, que la mejor herencia que han de dejar a sus hijos es la fe en Dios y en su Iglesia: oren junto con sus hijos, oren en familia, pues la familia que reza unida así permanece. Llévenlos a la Eucaristía, a que reciban los sacramentos, escuchando a Jesús que nos dice: “Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan” (Mc 10, 14). Acérquenlos a la Palabra de Dios, particularmente a los santos evangelios. Enséñenlos a estar junto María, a verla como la Madre de Jesús y Madre nuestra; ella les mostrará su amor.
Son muchos los jóvenes que hoy se han alejado de Dios, y aunque esto preocupa mucho a la Iglesia, debe ser una prioridad, ante todo, de la misma iglesia doméstica, es decir, de su familia, de sus padres, hermanos, abuelos y tíos, quienes, si son creyentes, han de esforzarse por acercar a los jóvenes alejados, al amor de Dios nuestro Señor.
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