HOMILÍA “Enseñaba como quien tiene autoridad”; se trata de la fe en la resurrección.
+ Gustavo Rodríguez Vega, Arzobispo de Yucatán
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este cuarto domingo del Tiempo Ordinario, día en el que concluimos la Semana de la Catequesis en Yucatán.
Un saludo lleno de afecto y gratitud para todos los y las catequistas de Yucatán, que con tanta generosidad y amor sirven a Cristo niño y a Cristo joven en la persona de los niños y adolescentes de nuestra Iglesia particular.
En la segunda lectura nos puede asombrar cómo san Pablo habla sobre el celibato y la virginidad, como estilos de vida cristiana más convenientes para un discípulo de Jesús. Lo que hace san Pablo es recomendar su propia vocación, para que otros consideren la posibilidad de que el Señor los llame por el mismo camino suyo. De ninguna manera se trata de un menosprecio de la vida matrimonial; de hecho, la Iglesia ha llevado a los altares a diversas parejas de matrimonios cristianos.
El Papa san Juan Pablo II trató de impulsar los procesos de canonización de estos santos casados, porque antes del Concilio Vaticano II, hubo una corriente de espiritualidad equivocada dentro de la Iglesia, en la que se consideraba imperfecta la vida matrimonial, esto por tener un concepto negativo de la sexualidad. Sin embargo, luego del Concilio todos volvimos a cobrar conciencia de que la diferencia entre los sexos y la atracción natural entre el hombre y la mujer, es obra de Dios en orden a la integración de familias y a la procreación de nuevos seres humanos.
Lo que san Pablo presenta en su carta es una gran novedad evangélica, que ya no le da un valor absoluto al matrimonio, como se daba en el judaísmo. Se trata de la fe en la resurrección, pues si antes se creía en la necesidad absoluta de la procreación de hijos para prolongarse en la existencia a través de ellos, ahora, los que son llamados por Dios al celibato o la virginidad por amor al Reino de los cielos, están convencidos de que ellos mismos, por la gracia de Dios, participarán de la eternidad, convirtiéndose así en anuncio viviente de la vida futura.
La resurrección de Cristo confirma la convicción de quienes ya esperaban la resurrección de los muertos. Desde entonces, tanto la vida matrimonial, como la vida célibe en la Iglesia, se entienden como llamados de Dios y como vocaciones complementarias entre sí.
Pidamos al Señor, con la intercesión de san Juan Bosco, patrono de la niñez y de la juventud, que los padres de familia, los sacerdotes, los maestros cristianos y todos los que de alguna manera acompañen la educación de los niños y jóvenes, sepamos acompañarlos en esta época tan turbulenta para ayudarles a encontrar su vocación, enseñándoles a valorar tanto el matrimonio, como la vida virginal o celibataria, como vocaciones cristianas, como caminos para alcanzar la santidad, que por encima de la búsqueda del éxito, anhelen ante todo el camino de la fidelidad. También desde la catequesis tenemos que ayudar a los jóvenes en el discernimiento de su vocación.
En la lectura del libro del Deuteronomio se expresa el miedo que el pueblo tenía de escuchar la voz de Dios y decían: “No queremos volver a oír la voz del Señor nuestro Dios, ni volver a ver otra vez ese gran fuego; pues no queremos morir” (Dt 18, 16), prefiriendo que Dios les hablase a través de Moisés. Pero ¿qué iba a suceder luego de que Moisés falleciera, pues no era eterno? Aquí es donde viene la promesa de un sucesor de Moisés.
Todos vieron cumplida la promesa de la sucesión de Moisés en la persona de Josué, pero de pronto, no entendieron la gran profecía que se escondía en aquellas palabras, que anunciaban a un profeta como Moisés en cuanto hombre, pero ahora, un “Dios con nosotros”, encarnado por amor a los hijos de Dios.
Las actitudes del Hijo de Dios hecho hombre eran estrictas para los hombres duros y necios de corazón, que amaban el poder y la riqueza. En cambio, sus actitudes y palabras inspiraban confianza en los pecadores que se arrepentían, en los enfermos, en los pobres, en los niños y en todos los que son menos a los ojos del mundo. Se encarnó para ser cercano a nosotros y llevarnos de su mano al Padre.
El pueblo de Dios siempre necesitará quien le hable de parte del Señor. Aunque todavía falta que el predicador sea aceptado y reconocido como enviado de Dios. Por eso decimos en el Salmo 94 esta oración: “Señor, que no seamos sordos a tu voz”. El reproche que Dios le hace a su pueblo en el mismo salmo, hemos de tomarlo como una advertencia para nosotros, los cristianos del siglo XXI: “No endurezcan su corazón, como el día de la rebelión en el desierto, cuando sus padres dudaron de mí, aunque habían visto mis obras”.
Cada uno de nosotros, quizá pueda hacer memoria del momento o las ocasiones en las que hemos sido rebeldes y hemos dudado del Señor. No permita Dios que eso se repita en nuestras vidas.
De acuerdo al texto del evangelio que escuchamos, en las sinagogas podían tomar la palabra para enseñar los miembros del pueblo, aunque no fueran sacerdotes ni rabinos, como en esta ocasión en la que Jesús pudo enseñar en la sinagoga de Cafarnaúm. El resultado fue la admiración de todos al escuchar la autoridad con la que Jesús les hablaba, pues explicaba todo, no simplemente repitiendo en forma rutinaria la ley, como lo hacían otros predicadores, sino que explicaba y aplicaba a la vida el significado de la ley, hablando en nombre propio. Además, teniendo una vida impecable, su conducta y el trato que daba a todos le confería la autoridad de la congruencia, pues su doctrina era acorde con su vida.
Esa autoridad se ve aún más refrendada cuando, delante de todos ellos, Jesús realiza un exorcismo, y el demonio, antes de abandonar a aquel pobre hombre, lo reconoce como al Santo de Dios que ha venido a acabar con ellos. Todos quedaron estupefactos y su fama comenzó a correr por toda Galilea.
Ojalá que los padres de familia, los sacerdotes, los maestros, nuestros gobernantes y a todos los que nos toca de alguna manera conducir a otros, lo podamos hacer en verdad con una autenticidad semejante a la de Jesús, llevando una vida íntegra y congruente con lo que enseñamos, con el cargo que desempeñamos en la Iglesia, en la familia o en la sociedad.
El señor san José siga velando por todos nosotros como un padre amoroso, así como cuidó del Niño Jesús y de su Madre, la Virgen María.
Que tengan una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!
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