Como un milagro, el milagro de la vida acontece dentro de la tierra, sin que el hombre participe.
Gustavo Rodríguez Vega, Arzobispo de Yucatán
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor, en este domingo décimo primero del Tiempo Ordinario.
Un saludo muy cariñoso a todos los papás en este “Día del Padre”, que hoy estamos celebrando. Les felicito y hago oración por todos y cada uno de ustedes, debido al importante papel que desempeñan en la familia que decidieron fundaron junto a su esposa.
Lamentablemente algunas personas, por su ideología, han propuesto eliminar este festejo, pero recordemos que Jesús mismo quiso tener un padre aquí en la tierra, el señor san José; por lo que hemos de desear todos los cristianos que, si no en todas, en la gran mayoría de las familias haya un buen padre, que haga presente la paternidad de Dios.
La primera lectura dominical, que siempre pretende conectar con el santo evangelio del domingo, hoy está tomada del Libro del profeta Ezequiel, quien en su predicación desarrolla la figura de un árbol plantado por Dios, nuestro Señor, y lo hace tomando un renuevo de un gran cedro, de la rama más alta, para ir a plantarlo al monte más alto de Israel. De ello resultará un gran árbol lleno de frutos, bajo cuyas ramas se podrá descansar.
El significado de esta imagen es que la obra buena en el pueblo de Israel, es obra de Dios, y que con su acción humilla a otros pueblos que han seguido su propio camino, elevando así a los pequeños. En otras palabras, los criterios de Dios no son los criterios del mundo. Dios se revela al pueblo más insignificante y camina con él, mientras que otras grandes potencias tarde o temprano van desapareciendo o disminuyendo. Israel será el más rico en el conocimiento y la amistad de Dios. De hecho, muchos hombres y mujeres de otros pueblos se adhirieron como prosélitos a Israel compartiendo su fe en el único Dios verdadero
El Salmo 91 nos declara que cada hombre bueno, cada hombre justo, es una obra de Dios, y es comparado con una planta de palma o con un cedro, grande y colmado de frutos. Dice que: “Los justos crecerán como las palmas, como los cedros en los altos montes; plantados en la casa del Señor, en medio de sus atrios darán flores”.
Esta obra de Dios es para toda la vida, y Él quiere ir perfeccionando su obra con el paso del tiempo. Se trata de crecer sin estancarse, sin dejar de dar fruto. Los hombres y mujeres de Dios siempre deben seguir creciendo, como dice el salmo: “Seguirán dando fruto en su vejez, frondosos y lozanos como jóvenes, para anunciar que, en Dios, mi protector, ni maldad ni injusticia se conocen” (Sal 91). Para el justo no hay suficiente vida, nunca se sentirá satisfecho, nunca terminará de crecer, pues cada día que amanece por la voluntad de Dios, es un nuevo reto para crecer y dar fruto.
Jesús se esfuerza por dar a conocer el Reino de Dios mediante parábolas, para alcanzar así los corazones de todos, especialmente de los más pequeños y sencillos; y si su mensaje está al alcance de los sencillos, entonces debe estar al alcance de todos. Él se dirige a las mayorías de Judá, que son el pueblo dedicado a la siembra. Además, la siembra tiene un aspecto maravilloso, milagroso, que sólo los sencillos agricultores pueden admirar. Éste es el milagro de la vida que ocurre en el interior de la tierra con la semilla sembrada.
Jesús tiene la oportunidad de profundizar con sus discípulos para darles más claridad sobre el significado de cada una de las parábolas, porque ellos están a tiempo completo con el Maestro, gozando de ese privilegio. Hoy en día también hay muchos que gozan del privilegio de una mayor cercanía con Jesús y con la Iglesia, por lo cual pueden profundizar en sus enseñanzas. Este es un privilegio inmerecido y comprometedor porque, “al que Dios le dio mucho le pedirá mucho más” (Lc 12, 48).
En el evangelio, Jesús describe el proceso de la siembra, y lo que sucede luego, como un milagro, el milagro de la vida que acontece dentro de la tierra, sin que el hombre participe ya. Dice el texto que “pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece; y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto: primero los tallos, luego las espigas y después los granos en las espigas. Y cuando ya están maduros los granos, el hombre echa mano de la hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha” (Mc 4, 27-29).
Un biólogo sin fe, así como cualquier persona sin fe, puede explicar esto como un fenómeno químico; pero en cambio, quienes somos creyentes, tanto biólogos como los que tienen cualquier otra o incluso una nula instrucción, simplemente vemos la mano del Creador en esta obra. El tiempo de la cosecha es el fin del mundo, el juicio final; aunque cada uno en particular al morir va experimentando su propio fin y su juicio particular. Morir es, pues, el tiempo de la cosecha de Dios.
La otra parábola del evangelio de hoy es la de la “Semilla de mostaza”, la cual, siendo tan pequeña, se transforma al ser sembrada, en un árbol grande, capaz de dar sombra y cobijo a los pájaros. Lo mismo sucede con el Reino de Dios y con todas sus obras.
Como explica el Pbro. Manuel Ceballos en nuestro misal diocesano mensual: “Así pues, las parábolas de la semilla y del grano de mostaza contienen la idea de crecimiento, con diversas posibilidades de aplicación: la de la semilla habla de la eficacia intrínseca del Reino y de su desarrollo progresivo; y la del grano de mostaza, de la desproporción entre el origen, cuando es la más pequeña de las semillas, y el final, cuando es como un árbol grandioso. La semilla es fecunda, pero necesita que nosotros seamos la tierra buena que la acoge. Después, vendrá el fruto de la virtud: ‘Cuando concebimos buenos deseos, echamos las semillas en la tierra; cuando comenzamos a vivir bien, somos hierba, y cuando, progresando en el buen actuar, crecemos, llegamos a ser espigas, y cuando ya estamos firmes en la virtud con perfección, ya llevamos en la espiga el grano maduro (San Gregorio Magno)”.
La segunda lectura, tomada de la Segunda Carta de san Pablo a los Corintios, nos dice que mientras vivimos en este mundo estamos desterrados, porque nuestra verdadera patria es la del cielo. Por eso dice san Pablo que: “Estamos, pues, llenos de confianza y preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor” (2 Cor 5, 8). Esto sólo lo puede decir un santo en plenitud, un creyente con fe total, porque los demás parece que nos sentimos muy agusto con las cadenas de este mundo, apegándonos a las personas y a las realidades terrenas, en lugar de adherirnos a Dios y de experimentarnos como verdaderos migrantes que van de camino por este mundo hacia la tierra prometida.
Y tú, ¿qué tan lleno de confianza estás? ¿Qué tanto prefieres salir de este cuerpo para estar ya con el Señor? La medida de esta confianza y de este deseo es la medida de nuestra fe y de nuestra esperanza, y también podemos decir que es la de nuestra santidad. San pablo decía: “Para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia” (Fil 1, 21); o también como decía poéticamente Santa Teresa: “Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero, que muero porque no muero”. Sin importar nuestra edad, pongámonos confiadamente en los brazos de nuestro buen Padre Dios, diciéndole con fe: cuando tú quieras, Señor.
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!
¡Síguenos en Facebook y Twitter para mantenerte informado de los mejores sitios turísticos, las tendencias empresariales, políticas y culturales!